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Luis García Berlanga, la picaresca contemporánea
Publicado el 23/07/2024
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2021 fue el Año Berlanga. El año del centenario del nacimiento del director español, junto a Luis Buñuel, más ilustre y reconocido. Un Olimpo nada ajeno a la genialidad cinematográfica. Dos directores, Buñuel, Berlanga, tan contrarios en su cine como complementarios en cuanto a mostrar los aspectos más complejos y cercanos de la realidad. El sueño (Buñuel), la vigilia, el espejo a lo largo del camino (Berlanga). Uno, hacia fuera (Buñuel); otro, hacia dentro (Berlanga). Surrealista Buñuel; neorrealista y algo más, Berlanga. Cuando le preguntaron a Borges si no sentía nostalgia de la literatura épica, sonrió y con un gesto amable e irónico le respondió a su entrevistador que la épica seguía viva gracias al western: «el western es la épica de este siglo».

Calabuch (Luis García Berlanga, 1956).

Como la épica de los griegos, como la épica del western norteamericano, la picaresca 29 es una de las grandes aportaciones de la literatura española al monumental catálogo de las letras occidentales –incluso más allá de los Urales– y su correspondencia cinematográfica. Su influencia y proyección llegan a otras literaturas como la china o la japonesa, donde encontramos ecos de la creación española. Así, la picaresca es una soberbia estética de la sobrevivencia, un desaire al destino, un guiño estético a la lástima, una ética de la mentira y el engaño con un fin noble: escapar de la miseria, regatear minutos a la podredumbre, despertar la imaginación hasta encontrar un trozo de pan, un vaso de vino, una cama sin chinches.

Plácido (Luis García Berlanga, 1961).

La picaresca española surge, paradojas de la historia y del suelo patrio, cuando España alcanza su mayor poderío cultural, político, militar y religioso. En sus dominios no se pone el sol, pero en los de Lázaro de Alba de Tormes el mismo sol no sale nunca. La cuestión es bien simple: como en el Oeste, aquí no hay otra ley que llegar a mañana. La vida es engañar a un ciego para poder beber y comer, distraer a un sacristán para conseguir una hogaza de pan o descubrir, apesadumbrado, lo que es la hidalguía española: unos muertos de hambre con ínfulas de señores. Todo se prolonga intacto hasta Galdós. Es la literatura del hambre. El hambre aparece como una constante en esos personajes rotos y erráticos. Es la marca indeleble de una estética, una manera trágica y cómica de estar en el mundo. Otra vez, la farsa de la imperial España, en el sórdido franquismo, recuperó la figura del pícaro, pero esta vez, desventurado. El canalla de antaño es ahora una víctima más del lamentable y trágico curso de la historia. Ahora no son lázaros, ni buscones, sino españoles mondos y lirondos: trabajadores, empleados, profesionales enredados en la madeja sin fin de una realidad cruel, anónima, miserable y anómala.

El verdugo (Luis García Berlanga, 1961).

Berlanga recuperó un género literario para el cine. En su caso, un género surgido en la España del siglo XVI. Un género literario duro, cruel con sus personajes, áspero, triste y risueño, de un humor tan negro que pareciera congelarse la sonrisa. Berlanga creó un estilo cinematográfico de la tradición picaresca, pero introdujo la melancolía y el cariño cervantino a esos seres desamparados y entrañables que viven, entran y salen, en sus películas. De manera especial en algunas de sus obras mayores: Bienvenido, Míster Marshall (1952), Plácido (1961) o El verdugo (1963). La España de Fernando de Rojas, del autor anónimo del Lazarillo de Tormes (¿Alfonso de Valdés?), del Buscón de Quevedo, del Rinconete y Cortadillo cervantino, de las pinturas negras de Goya, de los hambrientos galdosianos que deambulan por el Madrid de la Restauración, de los bohemios que no se lavan las manos después de haber dado la mano a Verlaine en París (Alejandro Sawa), de la fantasmagoría tenebrosa de Darío de Regoyos, del carnaval y la mascarada negra de Solana, de los errabundos personajes barojianos, de los espejos cóncavos y convexos del Callejón del Gato del esperpento valleinclanesco, de la literatura anómala de Ramón Gómez de la Serna (bien aprendió Berlanga esta sentencia ramoniana: «en la vida hay que ser un poco tonto, porque sino lo son solo los demás y no te dejan nada», del equívoco y genial desparpajo de Jardiel, Tono, Mihura y Mingote. Y también del cine de Edgar Neville. La huella del extraordinario autor de La vida en un hilo (1945), el Lubitsch en español, es constante y advertida en la filmografía berlanguiana. Pero está también en los guiones de dos colaboradores habituales de Berlanga, Rafael Azcona y Pedro Beltrán. Y está en el mejor Fernán Gómez como director: El extraño viaje (1964).

La escopeta nacional (Luis García Berlanga, 1978).

Una tradición que está en la mirada de la benevolencia hacia los personajes y está en el humor sin crueldad hacia los más desgraciados. Sí, cada qué y cada quién ahí están presentes: la picaresca, la «otra Generación del 27» (López Rubio), el gran Neville, la sórdida realidad española, las bromas benévolas y la crítica salvaje… todo es presentado, destilado, estilizado, en cuidadísimas imágenes. En el cine de Berlanga, todo ello es original y diverso, pero con una variante personal, formidable; una variación sensible y cercana: el cariño hacia ese centón de personajes, la mirada alegre y escéptica ante una realidad española, al tiempo, sombría, miserablemente sombría y confiada. La idea excluyente y calamitosa del dictador Franco respecto a España queda reflejada en la anécdota de la que fue protagonista el propio Berlanga. En Consejo de Ministros se criticó y condenó a Berlanga, tras el estreno de Bienvenido, Míster Marshall. Cada ministro pugnaba por decir lo más fuerte: «Berlanga, excelencia, es un comunista», «Berlanga es un anarquista»… Hasta que Franco mandó callar y habló: «Berlanga es mucho peor que eso, es un mal español». A Berlanga le divertía mucho la escena y la condena, que se la contó un ministro que había pretendido un cameo en una de sus películas. Por eso, quizá, mostró como nadie la España real, filmó ese retrato conciso, abierto, plural, desengañado, tan profundamente cervantino, que tan poco casaba a Franco con su idea de España. La de Berlanga era una España tan real, fijada, para siempre, en cada escena, en cada guión, en cada primer plano, en cada nota de vida, en cada paisaje, en cada lástima, que el paso del tiempo no hará sino engrandecer sus fotogramas.

Patrimonio nacional (Luis García Berlanga, 1980).

Berlanga no se recrea en la miseria moral de los personajes (como sí gusta Quevedo o Cela) sino que, a la manera cervantina, son las condiciones creadas por los poderosos –y en cualquier época siempre encontraremos el mismo modelo– las miserables; los personajes son las víctimas. Los bienintencionados habitantes de Villar del Río, un noble pueblo castellano disfrazado de andaluz, que piden a los americanos lo que de niños habrían pedido a los Reyes Magos. El hidalgo que evoca el pasado imperial en la penumbra hambrienta de un pueblo perdido en la historia. El buen padre del motocarro que el día de Nochebuena le cumple una letra y remueve Roma con Santiago para pagarla, mientras su mujer atiende los baños públicos y espera al marido para celebrar la Nochebuena, entre los hedores nauseabundos de los retretes y con un bebé en los brazos. El verdugo jubilado que espera un piso del Estado en Moralataz. El guardia civil, jefe del puesto, que advierte a los detenidos del cuartelillo, cuando les permite salir a pasear al atardecer, que si llegan tarde no entran en la celda. La maestra que se embelesa con el glamour de Hollywood. El alcalde que sueña con el Lejano Oeste. El párroco que se ve perseguido por los protestantes. El campesino que sueña cómo desde el cielo le cae un tractor. El fotógrafo, Quintanilla, con las artistas que vienen de Madrid. Y ese cura, qué cura, que en La escopeta nacional (1978) pronuncia una de las frases más desternillantes del cine español: «Lo que yo he unido en la tierra no lo separa ni Dios en el cielo».

La vaquilla (Luis García Berlanga, 1985).

Unidos quedan en un matrimonio irreverente –no podía ser de otra manera– Luis García Berlanga y las futuras generaciones de espectadores. Como el Lazarillo, más que un clásico, es un clásico contemporáneo, porque descubrió, como Paolo Fabri, que «es muy difícil ser contemporáneos de nuestro presente». Berlanga no solo lo fue: creó ese presente, lo filmó y lo fijó. No es posible estudiar hoy la España de la segunda mitad del siglo XX sin las películas del extraordinario director valenciano, los pasos justos y perdidos de una sociedad surgida de una terrible postguerra, que anhela libertad y que conoce los capítulos del desarrollismo, de la democracia, de la corrupción y de los sueños envanecidos. Un tratado, sin pretenderlo, de sociología visual con un final melancólico y pesaroso. La última imagen que rodó era un rótulo que confesaba: «Tengo miedo». No era para menos, por lo que podía venir. Y, de nuevo, él también lo advirtió. Sí, un enorme clásico contemporáneo, sus creaciones deberían ser proyectadas en cada uno de los Institutos de Enseñanza Secundaria de España para que las generaciones de adolescentes y jóvenes supieran de dónde vienen. Platino Educa, con sus guías didácticas y metodológicas será, sin duda, una herramienta esencial para que en las aulas se descubra el reciente pasado y atisbos del presente. Nada menos.

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